Todos los días cierran negocios, sobre todo pequeños, y abren franquicias. Las grandes superficies se comen a las tiendas de barrio. Los bares de toda la vida se ven desplazados por vermuterías y cocktail bars. El cupcake y el capuchino sustituyen al chocolate con churros en los barrios más cool de la ciudad (¿no debería ser al revés, que allí donde hay turistas proliferase la gastronomía tradicional en lugar de la que sirve aquello que podrían comer sin moverse de sus países? Misterios de las modas). Donde había una mercería abre una tienda de “calcetines divertidos para cualquier ocasión” y en lugar de la ferretería aparece una oficina inmobiliaria. ¿Qué esperábamos? Es el mercado, amigos.
Y sin embargo, aunque poco a poco se ha ido asumiendo que así es la vida, que la lógica contemporánea del consumo (y de los precios abusivos de los alquileres) implican una transformación del tejido comercial, cuando una librería cierra, una de esas librerías cuyo nombre conocemos incluso quienes nunca compramos allí un libro, hay un temblor general, un enterrar la cabeza entre los hombros como quien teme un golpe. El cierre de una librería se entiende como síntoma, no sólo de una mera transformación de los hábitos de consumo o de un modelo de gestión erróneo, sino de una enfermedad más grave que afecta al organismo social en su conjunto. Si cierra, pongamos, Portadores de sueños o Semuret, enseguida pensamos que lo que está en juego es la cultura, mejor, atrevámonos a ponerlo en mayúscula, la Cultura. Una librería que cierra alimenta la sensación de que la Cultura cada vez importa menos en nuestra sociedad hipertecnológica, apresurada, propicia al consumo rápido de lo banal, abocada al fin de la era del libro, al triunfo de lo visual sobre lo escrito, de la imagen sobre el pensamiento…
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¿Y a quién le importa que cierre una librería? (Zenda Libros)
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04/03/2019